Un verde parque, con el césped
podado de forma prolija, nos daba la bienvenida a la biblioteca de la
Legislatura. Una puerta marrón, que se escondía en una esquina, nos abría paso
a las escaleras para llegar a la oficina de nuestro entrevistado. Un robusto
guardia, con una espalda kilométrica y la voz de un barítono, no conocía a
Cesar Díaz y nos miraba con cierta desconfianza. ¿”Tato”? Nos preguntó. A
nuestra afirmación, el joven no pudo evitar mostrarnos sus blancos dientes
detrás de su morena sonrisa.
Nos mira fijo al hablar, casi
de forma intimidante, con sus negras gafas de sol “Ray Ban”. Ya conoce cada una
de nuestras voces, y donde nos encontramos sentados, por lo que se dirige hacia
aquel que lo haya interrogado al responder. Le cuesta no despegarse de las
preguntas: se remonta a anécdotas que no podemos evitar que nos lleven a
risotadas gruesas, de mal gusto.
Una netbook pequeña al frente
de él lo informa de todas las noticias. También lee los mails a
diario, siempre y cuando no sean muy largos. La secretaria ofrece cebar mate, pero él prefiere la botella de agua que tiene a su costado, que sirve sin
volcar y nunca deja de estar en la misma medida. Se fija la hora,
levantando la fina tapa de vidrio del reloj de maya de cuero y palpando las cuerdas. Se sorprende que
hayamos llegado temprano; recomienda que la puntualidad es fundamental
para todo aquel que quiera ser periodista. Él sabe de lo que habla: es profesor
de Historia del periodismo en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de
la Universidad de La Plata.
Un antiguo armario sostiene a
las decenas de libros que pertenecen a su colección. En otro estudio, tiene
miles más. Allí guarda las obras Jauretche y Scalabrini Ortiz, los que adora y son
sus referentes. No puede evitar mencionar que Jauretche, “Don Arturo” como lo
llama él, es de la localidad de Lincoln, de “sus pagos”. “Tato” también ha escrito
libros, ocho en total. Profesor de historia primero, licenciado después y ahora
doctor en Comunicación, nos dice que la vida se trata de hacerse fuerte en la
adversidad y que siendo consciente se pueden superar los límites.
Habla rápido, casi sin tomar
aire, sólo dándose un descanso para tomar pequeños tragos del vaso de agua que
tiene a su costado. Se ríe, agitando su
barba canosa de tres días, cuando le decimos que los grabadores están ya
encendidos. “Les voy a hacer la vida imposible cuando desgraben”. Ya tiene
experiencia en esto de ser entrevistado: bajo el vidrio de su escritorio guarda
una nota que lo retrata como el que “rompe
las barreras”. Y no existen palabras más exactas para “Tato”.
Su gusto de música es variado:
va desde el tango, pasa por “Palito” Ortega, y llega hasta la cumbia “de su
época”. También escucha mucho folcklore, y una foto con poncho, sombrero y
guitarra lo confirma. Su pasión por las melodías nacionales se mezcla con su
afición a ir a la cancha de fútbol, que no le resulta problema pese al bastón. A la de Boca Juniors, especialmente, club de
cuál es hincha y orgulloso.
No le cuesta hablar de él, pero
si es más difícil conocer desde su punto de vista a su familia. Casado hace 27
años con Celina, con la que hizo “todo lo que había que hacer”, y padre de dos
hijos, Juan Francisco y Ailen. Tiene varias fotos que los muestran en su
escritorio. En todas, él con su infaltable sonrisa que roza cada lente de sus
gafas negras.
Se ríe, nuevamente, cuando nos
explica como siempre “engancha” a alguien en la calle para que lo ayude. Su
vida es eso. Disfruta al máximo todas las experiencias que le dio la vida, que
ni el más optimista hubiese imaginado que podría alcanzar. Sabe que la cabeza
es la clave en todo ser humano. Y eso hizo “Tato”. Su capacidad, su saber, su
experiencia, dejaron a la ceguera en una simple teoría en el papel, que no le
pone desafíos insuperables.
Fernando Brovelli
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